Y al otro lado de aquella imagen, mi mamá, preocupada siempre por mantener su estilo  setentero, con un armario susurrante que me invitaba a crecer rápido para usar lo que su alma de maderas guardaba: tacones y plataformas de punta redondeada, ropa entallada a la cintura, pantalones acampanados, blusas con grandes mangas, que en ese momento estaban de moda, y otro montón de accesorios que se pavoneaba por esta imaginación mía como una procesión de anhelos, que aumentaban de tamaño con cada disfraz que mi vieja, aquella mujer de sonrisa cordial, hacía en una máquina de coser industrial y que, sin lugar a duda, es mi primera y más grande influencia de la moda. 

Ah, y mi papá, un caballero de época, al que le admiraba su amor por resaltar las tradiciones e impulsar la cultura, y que orgullosamente solía lucir una vestidura masculina de lino blanco (Guayabera) muy bien planchada, con unas alpargatas de cuero marrón y un pañuelo de algodón, impregnado de Maria Farina (Agua de colonia para hombre) y del que dejaba ver sus iniciales bordadas y cuyo olor, aún hoy, resalta aquel recuerdo de su presencia trigueña en mi memoria.